Entre los seres vivos existe una frontera moral que delimita los derechos de unos sobre otros.
La idea de que la vida nos pertenece viene de muy atrás, procedente de una ideología primitiva y fanáticamente centrada en el hombre como dueño absoluto de todo cuanto le rodea. Por eso, termina por no ser tan evidente el deformado sentido de propiedad que marca nuestra educación, iniciado desde la infancia con el pollito de la piñata descuartizado porque el niño quería ver cómo funcionaba. Al fin y al cabo, sólo es un pollito descuartizado que se tira a la basura y la única consecuencia es que mamá diga «no mas pollitos de piñata»….
Así, de la misma manera arbitraria e incomprensible, nos pertenece la vida del árbol que estorba la vista desde el balcón y por esa razón cayó bajo el filo del hacha, transformando en leña verde e inservible a ese pujante almendro lleno de retoños. «Es mi jardín y es mi árbol. Y lo corto cuando quiero”. Con los animales sucede otro tanto. Como es la moda tener perritos finos o gatos de exhibición, tengamos uno. No importa lo que hagamos con él, mientras nos pertenezca.
Y entonces, ahí va un ser vivo que pertenece a otros seres vivos que poseen el poder suficiente para hacer de su pequeña vida un infierno o un paraíso. Sin embargo, la vida, ese concepto que ha movilizado las neuronas de filósofos, artistas, científicos y teólogos en todas las épocas, continúa siendo un misterio; un arcano que se nos escabulle y nos deja siempre perplejos ante su milagro.
Quizás de este trastornado sentido de propiedad ha derivado también la costumbre de menospreciar la vida de las criaturas llamadas inferiores por cuestiones de fuerza física, poder económico, posición social o diferencia étnica. Y ahí entran niños, ancianos, mujeres y otras comunidades humanas. ¿De qué protocolo machista deriva el estereotipo de que los seres física o socialmente más débiles son inferiores? Volviendo al pollito de la piñata… ¿cómo podemos aceptar que un ser vivo sea entregado a otro ser vivo para que practique sus juegos de poder y dominación?
No es necesario ir muy lejos para extraer de esta posición de prepotencia muchas de las peores acciones bélicas de todos los tiempos, y prácticamente todos los sistemas de esclavitud que aún predominan en países que pretenden erigirse como modelos de democracia. La vida de los demás no nos pertenece. Si queremos ser depositarios de ella, como en el caso de los animales domésticos, o pretendemos disfrutar de su belleza, como sería el caso del mundo natural, no estaría demás comenzar a pensar en que al poseerlos adquirimos el compromiso de respetar su integridad y proveer los recursos más adecuados de subsistencia.
El caso de la familia es similar. No es «mi familia, y con ella hago lo que se me da la gana». Es un grupo de seres en situación de convivencia o de vínculo legal, pero quienes no forman parte del patrimonio del mas fuerte, como se estila creer en muchas de nuestras sociedades.
Esta actitud eminentemente masculina y, por lo tanto, patriarcal, es uno de los factores más decisivos en el debilitamiento moral de la comunidad humana. El poder absoluto sobre la vida ajena es la vía más rápida hacia la pérdida de valores y la consolidación de un materialismo que justifica el horror de las guerras de exterminio, justifica las acciones bélicas fundamentadas en el racismo y nos hace creer que los más fuertes cometen los peores crímenes para protegernos, a los más débiles, de nosotros mismos.
El concepto de propiedad privada tiene límites, no incluye la vida de otros seres.
Por Carolina Vásquez Araya
@carvasar