No es “Piel de fósforo” la más recordada. Sí, una de sus bellas creaciones poéticas.
Roberto Vicario no es verdaderamente su nombre; como tantos otros detalles de su vida, fue obstinadamente ocultado para no quebrar el intrigante misterio. No solo de identidad, también para ayudar al mito que prontamente se creó en torno de él.
Su género no es el de cantante, pero su música se celebraba en las noches de los años sesenta, en los entonces llamados “boliches” (y antes –lejanamente ya- “Confiterías bailables).
No se lo puede encasillar como poeta, aunque haya cultivado como ellos la trabajada y muy elaborada palabra. Siempre fue, simple y totalmente, Roberto Vicario, representativo y titular de un género propio, distinto, amable y profundo.
En las sentidas noches de El Ciervo (ese oasis en medio de la ruta que hacía sentir el contraste entre la cercanía geográfica y la dificultad de llegar a pie) los que llegaban -principalmente nosotros- eran recibidos con una muy personal música, un estilo de sonoridad, buen gusto y ritmo muy aptos para el baile y la conversación confidencial: Engelbert Humperdinck cubría el aire con “El último vals”, Andy Williams lucía su voz en “La chica más linda del mundo”, Roberto Carlos dramatizaba “120, 150, 180 kms. por hora”. Entre ellos, como figura principal en el escenario interminable de estrellas que era el cielo de El Ciervo, la voz potente de Roberto Vicario se presentaba cantando “Una tarde de otoño” y, luego recitando, decía “Hace una larga angustia que no estamos juntos como antes”, “Adiós, nada olvidas”. Y, naturalmente, “Piel de fósforo”. Con los baffles abiertos hacia el infinito y el techo de poesía que se acentuaba en la gente, “El Ciervo” era el espacio ideal para sentir el canto de la vida.
Roberto Vicario (no es el nombre real) irrumpió, discreto y decididamente, un poco antes de los años setenta, con arte y una buena dosis de misterio creada por Emi -el sello grabador para el que grabó discos por catorce años. Se decía que cuando iba a registrar los temas, no se permitía la entrada al estudio a nadie más que el necesario equipo. Así se mantenía el secreto de su identidad y generaba continuamente una compra masiva de sus discos.
Se sabe que nació en Mendoza; que fue poeta, locutor con carnet profesional a los 20 años de edad en Radio Nacional –entonces Aconcagua- de la ciudad capital, y que tuvo una rica experiencia literaria en Colombia, cultivando allí y luego acá la poesía, que difundió por Radio en su propio programa. Fácilmente se entiende entonces que llegara al círculo privilegiado del disco con la repercusión que se conoce. Además, fue director artístico de Editorial Edami.
Volvamos al tema del misterio de su nombre de nacimiento. En un momento de su formidable éxito, siendo necesario que hiciera presentaciones personales, se dio a conocer –aunque discretamente- su nombre (Ricardo Castel Blanco) y su profesión de locutor.
No se llegó a repetir un éxito y admiración igual por un recitador y poeta dentro de la música difundida en discos. La voz profunda, el carácter marcadamente romántico –sin exageraciones- de sus textos con palabras comunes, el dominio notable de recursos poéticos como la metáfora (“Mi voz te descubre en la urgencia de un taxi”, “Si tuviera veinte desengaños menos”), más un acompañamiento musical exquisito, componen ese todo que le ganó al olvido.
Cuando dejó de grabar quedó un vacío. Por años se lo extraña en los medios de difusión. El calor intenso de un fósforo y su brevedad parecerían ser su esencia.
Dicho con la metáfora que él mismo creó, una vida con Piel de fósforo.
Por Hugo Borgna