El evangelio según Pablito

*Pablito ocupa una celda en el penal de Olmos. Es uno de esos clientes sabios a los cuales uno atiende porque también son buenos los salarios del espíritu.

Un oficial de penitenciaría le cede el diario de la mañana y él subraya las noticias que lee. Le interesan los análisis políticos y económicos, porque son un resabio de la época en la cual era dueño de un almacén de ramos generales en un pueblito perdido de la Provincia de Buenos Aires. Por ese entonces tenía una mujer bella, algunos hijos, una regular fortuna y un socio, lo que lo hacía seguir con interés el rumbo del país.

Según cuenta cuando la nostalgia le envina la sangre, el socio se le quedó con mujer, hijos y hacienda. Como pueblo chico infierno grande, sin que alcanzaran todas las ginebras lentas que bebió en andurriales borrosos para darse ánimo y consumar la venganza, ni para matar la pena que le carcomía el pecho, decidió echarse la vergüenza al hombro y se refugió en un rancho de La Matanza. Intentó algunos trabajos ocasionales en instantes de recuperación, pero el alcohol pudo más y terminó preso por robarle un cajón de frutillas a un verdulero boliviano y pegarle un cachetazo al policía que lo detuvo. -Me faltaba la crema nomás y estaba hecho-, dice.

Tenía el berretín de volver a sentir en su lengua el gusto de mejores tiempos en los cuales ese postre, su preferido, le endulzaba la vida. Me extiende un mate amargo y me dispara: “Al perro flaco nunca le faltan pulgas”. Después se ríe, me señala la foto del diario en la cual Lázaro Báez aparece con su facha de tehuelche desolado pidiendo ante la justicia que los diarios no divulguen sus negocios sucios: -Ve. Éste no va a terminar como yo porque robó en grande.

El Código Penal sólo sirve para disciplinar a los desgraciados que no tienen nada para vender. Este tipo no roba frutillas como yo, roba verdades, y la verdad siempre complica a los jueces y a los políticos-. Se ríe de mi mirada absorta y agrega:- En el mundo de los hombres sólo la mentira libera, Doctor, la verdad sólo libera ante Dios-.

Después, arrastra su humanidad hasta una bolsa de supermercado, saca un paquete y renueva la yerba del mate calabaza que parece haberse convertido en su única relación con este mundo. Pienso en recursos para conseguir su libertad y pienso en el arbolito de navidad que mi mujer ha implantado en un rincón de nuestro departamento. Como sé que a sus pies estarán instalados los regalos para cada miembro de mi familia, imagino los paquetes dorados y me bloquea la culpa.

Hoy, por fin, es un día fresco de diciembre aunque parezca mentira. Tengo un chaleco de lana que porto debajo de mi saco. Sé que puedo ofrecérselo a Pablito pero sé también que él no lo aceptará, por pura cortesía. Me parece que me adivina el pensamiento porque súbitamente me interpela: “No se preocupe. Haga lo que pueda. Yo al frío lo tengo adentro”. Me levanto para irme, prometiéndole que haré lo posible para que, cumplidos los ocho meses de prisión que le faltan, la justicia decida darle “la condicional” y pueda volver a su desolación.

Me desorienta cuando me responde: -Queso parmesano, Doctor, la próxima vez robaré queso parmesano. Me encanta ese tipo de queso mezclado con miel de eucalipto.- Me dice Feliz Navidad y se despide de mí con un abrazo. Cuando se abre la reja y me dispongo a escapar de ese lugar infame alcanzo a escuchar su risa socarrona y su última admonición: “Recuerde siempre, Doctor: de acuerdo al tamaño del culo son los azotes.” Esta nochebuena, a las doce en punto, elevaré mi copa y le agradeceré a Dios que me haya otorgado el privilegio de conocer a un argentino sabio, como Pablito.

*Nota reformulada, publicada en «El Agora» hace algunos años

Temas relacionados