Safari Fotográfico en Sudáfrica

*En Semana Santa de 2001 surgió la posibilidad de viajar al Continente Negro por primera vez. El peso argentino todavía mantenía el valor 1 a 1 con el dólar aunque faltaban pocos meses para que la ilusión de que éramos primer mundo se rompiera y el espejismo de los tiempos menemistas desapareciera ante nuestros ojos tan súbitamente como había llegado. El destino era Sudáfrica y la posibilidad de hacer un safari fotográfico por la jungla para estar a pocos metros de la fauna salvaje que hasta entonces solo había visto en documentales de TV o en la serie «Daktari» cuando era niño. Antes de partir me imaginaba a Clarence, el león bizco, espiándome entre la maleza. Reservé uno de los veinte lugares previstos para el tour. La limitación del cupo se debía a que los vehículos preparados para internarse en la selva tienen ese tope de pasajeros ya que está prohibido circular en otros de mayor tamaño para no molestar a los animales y tener mejor capacidad de reacción ante una emergencia que en medio de la jungla puede ser fatal.

Sudáfrica es zona de malaria y fiebre amarilla y era obligatorio tomar recaudos. Para la malaria no hay vacuna y tuve que tomar una pastilla por día desde una semana antes de la salida, durante la estancia y hasta una semana después del regreso. Llevaba tres años viviendo en Buenos Aires y me acerqué al vacunatorio de Avenida Huergo en Puerto Madero donde me vacunaron gratuitamente contra la fiebre amarilla cuya inmunidad dura diez años. Te entregan un certificado de vacunación validado por la Organización Mundial de la Salud que se presenta junto al pasaporte al ingresar al país visitado. South African Airways ofrecía un vuelo directo Ezeiza-Johannesburgo que en ocho horas cruzaba en línea recta por el Atlántico ya que Sudáfrica se encuentra a la misma latitud que Capital. La edad de los viajeros era entre 21 y 35 años. La mayor parte éramos argentinos pero también venían una española, una uruguaya que era hija del Embajador Oriental en Argentina, y un francés.
Aterrizamos temprano en la mañana en Johannesburgo donde se nos unieron los guías locales Alan y Jonathan quienes también oficiaron de chofer y cocinero durante toda la estadía. Elegimos asiento en el utilitario con vista panorámica y ventanillas a más dos metros del suelo para evitar los cuernos de elefantes y rinocerontes enojados. Sin tiempo de sobreponernos al jet-lag y a los efectos dopantes de la quinina, sustancia principal de las pastillas anti malaria, partimos con rumbo noreste hacia la Reserva del Parque Kruger. Nos quedamos dormidos apenas arrancamos y en broma bautizamos al vehículo como el «dormi-bus». Dejamos atrás las autopistas y los edificios acristalados de Johannesburgo, la ciudad más moderna de la nación más avanzada del Africa. Poco a poco fuimos entrando en terreno verde tratando de entender que los coches no venían en contramano sino que al conducir por la izquierda, como en Gran Bretaña, el tráfico quedaba invertido.  La primera parada fue en el pequeño pueblo de Dullstrom donde tuvimos el primer contacto con los lugareños y recorrimos un mercado artesanal. Continuamos hasta Pilgrim?s Rest donde funcionaba una antigua mina de diamantes. Aprendimos sobre la exigente tarea de extraer este mineral carbono de las entrañas de la tierra. Es una de las sustancias más duras del mundo. Alcanza la cifra máxima de 10 en la escala de Mohs.

Hicimos noche en carpas de campaña que serían nuestro hogar en la selva. Al amanecer los guías nos llevaron al Blyde River Canyon, el tercer cañón más profundo de la tierra con mil metros de caída libre. Parecía que alucinábamos ya que las nubes no estaban sobre nuestras cabezas sino a nuestros pies cubriendo la hondonada del cañón. Era como una alfombra gigante de vapor. Los nativos le llaman «God?s Window (la ventana de Dios) y es que uno siente por unos instantes como si observara la Creación desde lo alto. Cuando las nubes se dispersaron emergió el cañón en toda su dimensión con el rio murmurando a un kilómetro de distancia hacia abajo. Seguimos viaje hasta la reserva de Mpumalanga donde una serie de cataratas ha erosionado las rocas hasta darle forma de paisaje lunar con cráteres gigantes donde el agua se embalsa en piletas naturales. Charlamos con uno de los guarda parques y la uruguaya, matera oficial del grupo, le ofreció uno pero lo miraba con desconfianza. Aceptó sacarse una foto fingiendo chupar la bombilla pero no se animó a probarlo. Otra foto curiosa fue junto a dos «mujeres jirafa». Las llaman así porque desde niñas les van colocando aros metálicos alrededor del cuello que nunca se quitan. Lentamente se lo van estirando y lucen un delgado y esbelto cuello, símbolo de gracia y belleza, pero les debilita las cervicales. A cambio de unas monedas se fotografían con los viajeros y comparten las ganancias con su tribu.

Finalmente llegamos al Kruger National Park, el más antiguo de Africa creado en 1898. Tiene una extensión de 350 km.de norte a sur y 60 de este a oeste. Lo habitan 147 especies de mamíferos, 114 de reptiles, 33 de anfibios, 505 de pájaros y 300 tipos de árboles. Ingresamos por la puerta sur, Malelane Gate, que limita con el río de los cocodrilos a pocos kilómetros de la frontera con Mozambique. Hay 9 campamentos. Hicimos base en uno llamado Pretoriuskorp. Armamos las carpas en la zona asignada y cuando todo quedó ordenado nos fuimos a nadar a una piscina iluminada en medio de la selva que se convirtió en el punto de reunión obligado. Tuve mi primer encuentro con un mosquito anopheles que parecía un helicóptero Bell 206. Era por lo menos 5 veces más grande que los que sufrimos habitualmente por casa. Un buen recordatorio para no olvidarse de tomar la pastilla anti malaria.

Al amanecer partimos para avistar los animales más codiciados. Ya habíamos visto cocodrilos y unos monos grises que se acercaron curiosos al campamento. El reglamento prohíbe darle de comer a los animales pero bueno, somos argentinos y lo hicimos. Buscábamos alrededor a ver quién era el primero en descubrir un gran ejemplar y de repente el grito de una compañera ¡Jirafa! ¡Jirafa! A la derecha del dormi-bus entre la copa de los árboles asomaba el cuello moteado del animal más alto del mundo caminando majestuoso entre la maleza. Por el ruido de las cámaras y los flashes parecía que acababa de aparecer Lady Di ante los paparazzi. Los guías pidieron calma y nos aconsejaron que reserváramos rollo para los días siguientes. Suena a épocas pretéritas pero todavía no teníamos cámaras digitales. La otra gran aparición fue un rinoceronte. El conductor apagaba el motor cada vez que nos deteníamos para no agitar a los animales. Al avanzar el día observamos cebras, springboks (el cervatillo cuyo nombre toma el equipo de rugby de Sudáfrica), hipopótamos, lagartos, buitres y un elefante que no estaba muy contento con nuestra presencia y amagó un par de veces contra el dormi-bus. La cacofonía de insectos y aves durante las 24 horas eran el marco sonoro perfecto para acompañar el goce visual y sentirse parte de ese indómito paisaje africano.

Regresamos al campamento a disfrutar de un baño y tomar Amarula. Es un licor cremoso (similar al Baileys) que se obtiene del árbol marula que da un fruto de color amarillento que encanta a los elefantes que lo comen directamente de la copa del árbol. Lo curioso es que cuando madura y cae al suelo se fermenta y los monos que lo ingieren en ese estado se pegan una linda borrachera. Tuvimos cuidado de mirar bien antes de entrar a la carpa. En más de una ocasión se ha dado la desagradable sorpresa de encontrarse cara a cara con un felino porque no hay rejas que protejan los campamentos. Igualmente el promedio de accidentes fatales en el Kruger es muy bajo. A la mañana siguiente después del desayuno decidí salir a caminar y alejarme un poco de la gente para sentirme como un Tarzán moderno. Me interné por un camino solitario mientras la jungla me absorbía. Avanzaba con el oído atento y repentinamente aparece detrás de mí un destartalado Peugeot 504 con dos guardias negros que se bajaron gesticulando y me hacían señas de que estaba loco. Me explicaron que pisaba zona abierta donde la brisa lleva el olor corporal a los leones que se ponen alertas. Regresé sobre mis pasos y no volví a alejarme de la base. La sensación tarzanesca se derrumbó. Una cosa es el celuloide y otra la vida real.

El león y el leopardo son dos de las figuritas difíciles para avistar y al tercer día no habíamos encontrado ninguno. En un momento Alan, el chofer, detuvo el dormi-bus y nos señaló un bulto que se movía a unos 30 metros. Era la melena de un león buscando comida. La emoción generó tal revuelo que el ruido le llegó al rey de la selva. Nos miró fijamente con esos ojos pardos e intensos que tanto aterran a sus enemigos. Los que tenían cámara con buen zoom agotaron el rollo captando uno de los momentos clave del viaje. Regresamos contentos por haber logrado ver al «jefe» en sus dominios. El leopardo quedará para otro safari. Dejamos el Kruger con rumbo sur a la ciudad de Pretoria, capital administrativa de Sudáfrica. Ciudad del Cabo es la legislativa y Bloemfonteim la judicial. Visitamos la Casa de Gobierno, un elegante edificio de piedra y tejas en lo alto de una colina desde donde se domina la ciudad. En ese 2001 gobernaba Tuabo Mbeki quien sustituyó a Nelson Mandela en 1999. El grupo se dividió. Una parte se fue al zoológico pero me pareció un pecado ir a ver animales enjaulados luego de haberlos disfrutado en libertad. Los otros fuimos al Krugerhuismuseum, casa natal de Paul Kruger creador del estado de Transvaal y prócer sudafricano. La moneda oficial también lleva su nombre: Krugerrands.

Volvimos a Johannesburgo para tomar un vuelo a Ciudad del Cabo en el extremo sur del país. La fundaron los holandeses en 1652 y en 1806 pasó a manos británicas. Rodeada de montañas destacan el Devil?s Peak, Lion?s Head y Table Mountain que con su forma rectilínea es el sello de Cape Town. Se accede a la cumbre por funicular. Una ciudad cosmopolita, colorida, multirracial y de contrastes atrapada entre el mar y las montañas. La tengo incluida en mi ranking de las tres ciudades más bellas que he conocido junto a París y San Francisco (USA). Pasamos frente al Hospital Groote Schuur donde el cardiólogo sudafricano Christian Barnard realizó el primer trasplante de corazón humano de la historia el 3 de diciembre de 1967 cuando traspasó el corazón de una joven
muerta en un accidente vial al pecho de Louis Washkansky de 55 años. Cuando dialogábamos con la gente en la calle y le contábamos que éramos argentinos la asociación inmediata era con Diego Maradona y su genio futbolístico sin fronteras. Esto le ocurre a quienes suelen viajar ya que en varios países lo único que conocen de nosotros es al Diez. Puede gustar o no pero es así. En los últimos 3 años se ha agregado Messi a la lista.

Una de las palabras en zulú que aprendimos era «Sawubona» que significa ¡Hola! en esa lengua tribal. A los que nos cruzábamos les espetábamos un ¡Sawubona my friend! Notamos que no todos respondían con entusiasmo y el guía nos dijo que eran de otras tribus ya que el zulú se habla más en el norte. En el sur se habla en dialecto Xhosa de una tribu rival de los zulúes. Igualmente nuestra desinformación cultural les caía simpática al notar que la intención era establecer un lazo con ellos. Llegamos hasta el fuerte en cuya explanada Mandela se dirigió al pueblo en 1990 luego de su liberación del largo cautiverio que en tiempos de apartheid aisló a Sudáfrica. Se congregaron un millón de personas para escuchar su primer discurso como hombre libre. La gente de color, el 90% del país, ha progresado muchísimo pero la minoría blanca sigue dominando.  La bandera multicolor sudafricana flameaba en el fuerte donde nos explicaron el significado de cada tono: verde, la selva; celeste, el cielo; amarillo, el sol; negro y blanco, los habitantes y rojo por la sangre derramada en pos de la unificación nacional.

La visita obligada estando en Cape Town es al estratégico Cabo de la Buena Esperanza. Cuando llegamos al lugar les indicaron a las mujeres que tuvieran mucho cuidado con los monos babuinos que arrebatan las carteras en busca de comida. Algunas han sufrido severas caídas al defender sus pertenencias de los atrevidos simios que parecen entrenados por pungistas porteños.  Bajamos hasta una playa donde un cartel en inglés y africaans indica el punto meridional del continente africano a los 34 grados, 21 minutos y 25 segundos de latitud sur. Eché un vistazo hacia las aguas turbulentas justo en el punto donde confluyen los océanos Atlántico e Indico. Un lugar temido por los marinos de todas las épocas. El viaje finalizó con un recorrido por dos bodegas donde degustamos el vino local. Me sentí como en San Rafael, rodeado de viñedos y montañas. Siendo del «Corazón de Mendoza» los demás me creían un experto en vinos. Con cierta nostalgia abandonamos estas tierras salvajes rumbo a Buenos Aires donde el jet-lag y la quinina volvieron a pasar factura. Con un buen asadito regado por un malbec sanrafaelino (no revelaré la marca) nos volvimos a juntar para mirar las fotos reveladas. Agotamos las reservas de Amarula que habíamos traído y nos dejamos atrapar de nuevo por el hechizo del Africa.

En la próxima entrega descubriremos los secretos del Imperio Inca en Machu Picchu y el Lago Titicaca.

*Por: Federico Chaine para Día del Sur Noticias

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